El «procés» y la propina

truman-proces1Truman me inquiere con su mirada sobre el manido «procés» catalán. Le cansa, se lo noto. Quiere respuestas. En agosto de 2015 escribí en el diario ABC un artículo, una suerte de pretenciosa parábola sobre la cuestión. Se titulaba «La propina». Han pasado muchas cosas desde entonces; sin embargo, me lo he vuelto a leer y constato que sigue vigente. Apenas cambiar algún nombre –Mas por Puigdemont-, o ni tan siquiera eso, y se podría volver a publicar, con fecha de hoy. Y éste es justamente el problema.

El artículo rezaba así…

El hombre, un finlandés de unos 60 años, visiblemente turista y perdido, rezumaba sudor y nervios. Bajo un despiadado sol de mediodía, en plena calle Tuset en un jueves de agosto, blandía un mapa de la ciudad y un folleto de un hotel mientras pedía ayuda en un idioma críptico. No sabía castellano, ni inglés. «Creo que quiere ir a la Pedrera, no sé», me interpeló un ciudadano que intentaba socorrerle sin suerte. Medio en inglés, medio con signos, entendimos que quería ir al hotel Condado, a cuatro pasos de allí, en la calle Aribau. No acarreaba maletas. No acababa de llegar, deduje. Ha salido del hotel y ahora no sabe cómo regresar. Le indiqué en inglés cómo volver a su refugio de tres estrellas con aire acondicionado, pero no parecía entenderlo. Me apiadé de su sudor nervioso y me ofrecí a acompañarle (yo trabajo en el edificio de enfrente y me encaminaba al tajo después de comer). “Tengo prisa”, creí oírle decir. “Tranquilo, vamos rápido”, repuse, y le demostré el movimiento apurando mi paso.

La primera calle a la derecha, y la siguiente a la derecha… y allí estábamos: frente al Condado. El turista vio la fachada del hotel y se extasió. Se llevó la mano a uno de los bolsillos de atrás del pantalón, se sacó la cartera –le cayó un peine­- y me ofreció un billete de 10 euros. Una propina, su particular “gracias” en esperanto. “No, no. No lo quiero, gracias. Encantado y que disfrute Barcelona”, le solté en inglés. Y divergimos nuestros rumbos.

De vuelta a mi lugar de trabajo, se me mezclaban los sentimientos. ¿Esto es el fruto de la tan elogiada educación finlandesa? ¿En el fondo, no debería sentirme ofendido?

Las propinas siempre me han descolocado. Los norteamericanos, tan prácticos, la fijan en un porcentaje y la convierten en casi una obligación. O sea: ya no es una propina en sentido estricto. En nuestros lares, hay quién siempre la apoquina, de manera indiscriminada; los hay que según el grado de satisfacción y, algunos, nunca. Por principios. ¿Recompensar por la obligación de dar un buen servicio?

Yo, tras años de recurrente debate interno ­-y público-, me agarro a la ciencia y la suelto a veces. Nunca si no me ha gustado lo servido. Y no siempre si me quedo satisfecho. Si me preguntan, apelo a Skinner, el afamado conductista. El refuerzo intermitente, impredecible, es la mejor manera de provocar un patrón más estable de respuestas deseadas. El resto ­de alternativas -recompensar siempre o no pagarla nunca- es fomentar el aburguesamiento o dar coartada a la incompetencia.

Y luego me dio por pensar en Rajoy, España, Catalunya, Mas… y Helsinki.

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